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DISENSIÓN NATURAL: LA ÉTICA DE LA BIOLOGÍA EVOLUCIONISTA

Es probable que alguien que visitara el campo en Nueva Inglaterra y se detuviera a pedir a un nativo que le indicara el modo de llegar a un lugar determinado pudiese recibir la inquietante respuesta: «Forastero, desde aquí no podrá llegar allí». Evidentemente, la dura réplica es una falacia y el viajero extraviado insistiría en que siempre es posible llegar a cualquier parte desde cualquier lugar.

Aun así, antes de indicar el camino correcto, el obstinado yanqui declararía solemnemente que para llegar a ese lugar es preciso empezar en algún otro lugar.

En el trabajo que sigue adoptaré el punto de vista de

Nueva Inglaterra en referencia a un terreno filosófico par-

ticularmente escabroso: el terreno de la biología evolu-

cionista. Mi principal preocupación es el significado de la

selección natural para el razonamiento moral y ético y, en

este punto, argumentaré, la sabiduría yanqui es de una

veracidad abrumadora: No se puede llegar ahí desde aquí;

es preciso empezar en algún otro lugar. Para quienes to-

man la teoría de Darwin como punto de apoyo, mi tesis se

puede resumir por la antigua advertencia de los cartógra-

fos: «¡Cuidado! Más adelante hay dragones».

Quizá el mejor punto de partida que podemos escoger

es lo que Darwin dijo en realidad. En líneas generales, en

primer lugar comentaré el modo en que las ideas sobre

moralidad de Darwin surgieron a partir de su teoría gene-

ral de la selección natural. El siguiente paso será mostrar

cómo esas ideas de Darwin recibieron la influencia de la

filosofía ética del utilitarismo e interactuaron con ella.

Después discutiré la llamada “falacia naturalista” –la im-

posibilidad de inferir valores a partir de hechos– y mos-

traré cómo esta imposibilidad frustró en sus inicios el ro-

mance entre el darwinismo y el utilitarismo. En este punto

discutiré la ética de Friedrich Nietzsche, cuyo nihilismo,

según algunos eruditos insisten en afirmar, no se puede vin-

cular con las teorías de Darwin, mientras que otros creen

que son la conclusión lógica de El origen del hombre. A

partir de aquí veremos cómo algunos evolucionistas han

intentado evitar las implicaciones nihilistas de la selección

natural, adoptando una dicotomía hechos-sentido insos-

tenible que no resiste el más mínimo examen. Finalmente,

destacaré el cuestionable estatus de la selección natural

como ortodoxia intelectual y el irónico manto de hetero-

doxia que ahora cubre a todos aquellos que persisten en

sostener las antiguas tradiciones.

La teoría de Darwin revisitada

La teoría de Charles Darwin sobre la selección natural se

inspiró, principalmente, no en sus observaciones del mun-

do natural, sino en la teoría de la escasez de Thomas

Malthus. Según su Ensayo sobre el principio de la po-

blación, publicado en 1798, Malthus afirma que, de no ser

porque las guerras, las hambrunas y las enfermedades lo

limitan, el crecimiento de la población humana se daría en

progresión geométrica hasta el agotamiento de los recur-

sos alimentarios.1Darwin quedó profundamente impre-

sionado por la tenebrosa premonición de Malthus y con-

sideró que tenía una importancia extensible a todos los

organismos. En El origen de las especiesescribió: «…to-

dos y cada uno de los seres orgánicos puede decirse que

están esforzándose hasta el extremo por aumentar en nú-

mero». Unas líneas más adelante escribiría: «Disminúyase

cualquier obstáculo, mitíguese la destrucción, aunque sea

poquísimo, y el número de individuos de la especie cre-

cerá casi instantáneamente hasta llegar a cualquier can-

tidad».2

El sufrimiento, la destrucción y la muerte se convertían,

así, en las herramientas de tría que permitían la supervi-

vencia de los organismos más fuertes y mejor adaptados.

En estas circunstancias, Darwin imaginó que cualquier

ventaja que un organismo tuviera sobre otro, por ligera

que fuera, sería crítica para su éxito, a la vez que burlaría

la persecución de sus enemigos. Creía que el mecanismo

mediante el cual surgían las adaptaciones competitivas

en la naturaleza, eran las mutaciones aleatorias. El azar

en estado puro confería ventajas impredecibles en la des-

cendencia de algunos organismos. Los productos de esa

fortuna indiscriminada se conservaban a lo largo de ge-

neraciones según la salvaje ley del interés propio en la lu-

cha por los escasos recursos. Mediante la acumulación a

lo largo del tiempo de nuevas modificaciones, algunas cria-

turas evolucionaban y se diversificaban, mientras que los

organismos que no conseguían mantener el ritmo en la

carrera armamentística mutacional eran aplastados has-

ta la extinción por sus competidores más hábiles o fieros.

El origen del sentido moral, según se sigue lógicamen-

te, fue sencillamente otra adaptación destinada a asegu-

rar la supervivencia humana; su estatus estaba totalmen-

te relacionado con la función que desempeñaba. En El

origen del hombre, publicado en 1871, Darwin expuso cla-

ramente este hecho y puso de relieve cómo, mediante las

presiones selectivas, las emociones, la sociabilidad, la mo-

ralidad y la religión surgieron como subproductos de la ne-

cesidad biológica.

Según Darwin, los instintos sociales inducen a los ani-

males a prestarse valiosos servicios mutuamente, desde

los babuinos que se asean unos a otros hasta los lobos

que cazan en manadas. Por norma, cuanto mayor es la

colaboración entre los miembros de una comunidad, ma-

yor es su descendencia. Sin embargo, el grado en que las

criaturas pueden llegar a comprometerse en tales actos

de altruismo viene estrictamente determinado por su ca-

pacidad de comunicación efectiva. En el caso de los se-

res humanos, las formas de cooperación más elaboradas

aparecieron como resultado del desarrollo del lenguaje. A

medida que los deseos de la comunidad conseguían ser

expresados con mayor precisión, creía Darwin, «la opi-

nión común acerca de cómo debe concurrir cada miem-

bro a favor del bien público será naturalmente la norma

principal de las acciones».3

Una vez que se hubieron forjado los primeros eslabo-

nes de la cadena de cooperación, las sensaciones de pla-

cer generadas por el éxito de la cooperación con el gru-

po, así como por el contrario el sentimiento de tristeza y

dolor causado por el ostracismo y el rechazo, reforzaron

los instintos sociales. Darwin escribió: «[L]os individuos

que perciben mayor placer en estar reunidos pueden es-

capar mejor a los peligros, mientras que en los que se cui-

dan menos de sus compañeros y son más amantes de

la vida solitaria, la mortalidad es mucho mayor». De ese

modo, las empatías grupales son tan fuertes que el me-

ro hecho de ver el sufrimiento de otra persona puede ge-

nerar sentimientos de sufrimiento en los que presencian

el hecho. Darwin afirma que nos vemos «por consiguien-

te impelidos a aliviar los ajenos sufrimientos, con el fin de

aliviar al propio tiempo el sufrimiento de tristeza engen-

drado por el espectáculo de desgracia.»4Por lo tanto, el

valor, la honradez y la compasión serían, según Darwin,

un desarrollo del instinto y un interés propio cuidadosa-

mente enmascarado.

La ética de Darwin

Sin embargo, el vacío de moralidad que resulta no pro-

vocó la desesperación de Darwin y sus colegas. Las crí-

ticas a la teoría de la selección natural la acusaban de ins-

pirar una ética elitista según la cual “la fuerza da el

derecho”. Sin embargo, esto no se aleja más de la verdad

que incluir la cooperación y la empatía entre los elemen-

tos causantes del éxito biológico de los seres humanos.

Así pues, entre los ideales del liberalismo y las leyes de

la evolución no existía contradicción alguna. Muchos par-

tidarios de Darwin creían que si de algún modo podía ver-

se su teoría era como la base científica de un neoiguali-

tarismo radical –circunstancia que no pasó desapercibida

para Karl Marx, quien dedicó la edición inglesa de Das

Kapital a Charles Darwin, aunque este declinara el ho-

nor–.5

Los puntos de vista políticos y éticos de Darwin eran a

la vez pragmáticos y optimistas y estaban influidos en gran

medida por la filosofía de John Stuart Mill. Ocho años an-

tes de la edición de El origen del hombre, Mill publicó El

utilitarismo, su famoso argumento a favor de una ética uni-

versal basada en cálculos sobre el bien común. Mill es-

cribió: «El credo que acepta la Utilidad o Principio de la

Mayor Felicidad como fundamento de la moral, sostiene

que las acciones son justas en la proporción con que tien-

den a promover la felicidad; e injustas en cuanto tienden

a producir lo contrario de la felicidad».6Ello no significa-

ba que los individuos fuesen libres de satisfacer sus de-

seos personales con completa despreocupación por los

otros miembros de la sociedad, porque la máxima felici-

dad, por definición, incluía el placer y el dolor de todos los

seres humanos e incluso de «toda la creación conscien-

te». Por lo tanto, todo el campo de la investigación ética

quedó reducido a una única pregunta: ¿Cuál es la ac-

ción que incrementa en mayor grado tanto la cantidad co-

mo la calidad de la felicidad total de la raza humana?

Ese tipo de cálculos dejaba claramente abierta la puer-

ta a los actos de heroísmo y abnegación; si bien tales

acciones solo se consideraban virtuosas en el caso de

que contribuyeran al éxito del grupo. En palabras de Mill,

«la moral utilitarista reconoce al ser humano el poder de

sacrificar su propio bien por el bien de los otros. Solo

rehúsa admitir que el sacrificio sea un bien por sí mis-

mo. Un sacrificio que no aumenta ni tiende a aumentar

la suma total de la felicidad, lo considera desperdicia-

do.»7

En términos darwinistas, la “felicidad” es un estado quí-

mico o psicológico que la naturaleza ha seleccionado pa-

ra reforzar un comportamiento biológico de éxito (Robert

Wright dice que «las emociones no son otra cosa que los

ejecutores de la evolución»).8La transición de la decla-

ración de hechos sobre la «cantidad total de descen-

dencia» de Darwin al juicio de valor sobre la «suma to-

tal de felicidad» de Mill, por lo tanto, se produciría

prácticamente sin fisuras. Darwin escribió que, después

de la formación de los instintos sociales, «el principio de

la mayor felicidad debió convertirse en guía y fin secun-

dario de la mayor importancia».9Esto implica que la mo-

ral utilitarista es la única moral válida bajo las leyes de

la evolución.

En la Inglaterra de mediados del siglo XIX, la ética uti-

litarista estaba estrechamente vinculada a la doctrina del

progreso. Mill creía que la aplicación amplia de esta filo-

sofía a la sociedad, llevada a cabo mediante presión po-

lítica y legal, conduciría a la total eliminación de la infeli-

cidad. Mill escribió:

«Los mayores males del mundo son de suyo evitables,

y si los asuntos humanos siguen mejorando, quedarán en-

cerrados al final dentro de estrechos límites. En cuanto

a las vicisitudes de la fortuna y demás contrariedades in-

herentes a las circunstancias del mundo, son principal-

mente el efecto de dos graves imprudencias: el desarre-

glo de los deseos y las condiciones sociales malas e

imperfectas».10

Por lo tanto, la solución al problema del sufrimiento hu-

mano reside en la consecución de estructuras políticas y

legales guiadas por la razón. Nada hay inherente en la

condición humana que niegue la perfectibilidad extrema

de la humanidad.

Para Darwin, la selección natural no se basaba en un

destino o propósito determinado. Aun así, predijo, la tra-

yectoria de la evolución llevaría a un orden mundial utó-

pico basado en los mismos principios utilitaristas adop-

tados por Mill. Escribe:

«Amedida que el hombre avanza por la senda de la

civilización, y que las tribus pequeñas se reúnen para for-

mar comunidades más numerosas, la simple razón dicta

a cada individuo que debe hacer extensivos sus instin-

tos sociales y su simpatía a todos los que componen la

misma nación, aunque personalmente no le sean conoci-

dos. Una vez que se llegue a este punto, existe ya solo

una barrera artificial que impida a su simpatía extenderse

a todos los hombres de todas las naciones y de todas

las razas. […] Nuestras simpatías, al hacerse más deli-

cadas y extenderse por mayor esfera, alcanzan, por últi-

mo, a todos los seres sensibles».11

De este modo, el grado de moralidad transmitido por he-

rencia aumentaría continuamente hasta que los seres hu-

manos llegaran a rechazar «costumbres funestas y vanas

supersticiones»; y se tratarían mutuamente de acuerdo

con la regla de oro de Cristo, más por causas naturales

que por razones espirituales. La prolongada oposición de

Darwin a la esclavitud es quizá la mejor ilustración del es-

píritu humanístico que acabaría por caracterizar la so-

ciedad. Con su declaración no hacía más que apresurar

lo inevitable.

Los historiadores de la ciencia discuten frecuentemente la

teoría de los orígenes de Darwin como un desafío al relato

de la creación del Génesis. Sin embargo, la consideración

que se otorga al darwinismo como profecía, como el nuevo

Apocalipsis, es, de largo, mucho menor. No obstante, en la

economía de la fe la evolución funcionaba no como una con-

jetura científica sobre el pasado, sino como una reformula-

ción secular de la escatología cristiana tradicional. La natu-

raleza, «de diente y garra ensangrentada» según las famosas

palabras de Alfred Lord Tennyson, al final vendría a redimir

a la humanidad con sus actos más íntimos. «Mirando a las

generaciones futuras, «no hay motivos para temer que los

instintos sociales se debiliten, y podemos esperar que los

hábitos de la virtud se robustecerán más y se convertirán qui-

zás en fijos por medio de la herencia. –decía Darwin– En es-

te caso, la lucha entre nuestros impulsos superiores e infe-

riores será menos fuerte y la virtud triunfará.»12

La unión

La causa de todos los males de este sueño utópico reside

en una única palabra: ‘deber’. Asimple vista, la transición

desde la declaración de hechos de Darwin al juicio de va-

lor de Mill parece sin fisuras. Solo aparentemente, por-

que una observación más detenida revela una falacia fa-

tal en el argumento: en un universo puramente darwiniano

es imposible hacer juicios de valor. Jamás. Todas las ape-

laciones a la belleza, al honor, a la justicia, a la compasión

o al propósito quedan excluidas por la propia hipótesis, por-

que no hay ningún modelo por el cual un comportamiento

pueda ser juzgado positiva o negativamente.

Aeste respecto, los preceptos éticos carecen de signi-

ficado intrínseco o influencia en la conducta humana, son

simples hechos adicionales de la selección natural que de-

ben ser catalogados junto con los espolones fuertes o los

dientes afilados. Si algo parece bueno o malo en sí mismo

solo es debido a que, por lo general, lo que parece correcto

favorece a los seres humanos en su lucha por la supervi-

vencia. Si un rasgo moral dejase de cumplir su función bio-

lógica, la moralidad simplemente «evolucionaría» –un eu-

femismo para decir que las éticas caducas están abocadas

a la extinción–. Como alternativa, los individuos pueden

conservar un código de conducta moral estéril desde el

punto de vista adaptativo, pero se trataría de una mera re-

liquia de sus ancestros biológicos –un apéndice del alma–.

En su tratado clásico sobre la educación liberal, The

Abolition of Man, C. S. Lewis expuso la futilidad de cualquier

sistema ético basado en estas premisas. Según dicen los

evolucionistas, los valores son máscaras del interés propio

y la necesidad biológica. Por lo tanto, nos es preciso apren-

der a evaluar de manera crítica todas las pretensiones de

bondad valiéndonos de la lente de la razón. Sin embargo,

Lewis pregunta: ¿Qué sucede con los valores de nuestros

educadores? «Su escepticismo al respecto de los valores

es superficial y lo ejercen con respecto a los valores de las

otras personas. Pero por lo que a su escala de valores se

refiere, apenas sí se muestran escépticos.»13 Considérense

los gemidos de indignación que emitirían los científicos que

escriben sobre la soberbia de todo el comportamiento hu-

mano si alguien sugiriera que su propia profesión se basa

en las normas del limitado interés propio que no tienen na-

da que ver con la razón. Considérese, sino, la ética utilita-

rista que tan a menudo invocan los científicos.

Los sociobiólogos declaran que el valor “real” de una

conducta aparentemente virtuosa reside en la utilidad de

dicha conducta para la comunidad. Un bombero que va-

lientemente se sacrifica para salvar a otros es loado por

haber servido al bien común. Decir que la muerte de un

individuo servirá al bien de la comunidad, no obstante, es

decir, meramente, que la muerte de unas personas es útil

para otras. Así las cosas, ¿cuáles son las condiciones que

determinan que un individuo deba morir por otros? El re-

chazo del propio sacrificio no es, sin lugar a dudas, me-

nos racional que el consentimiento.

En sentido estricto, Lewis indicaba que ninguna elec-

ción puede ser calificada, en absoluto, de racional o irra-

cional. «Únicamente desde las proposiciones sobre los

hechos no se pueden extraer conclusiones prácticas. El

conservará la sociedadno puede conducir al hazloex-

cepto en el caso de que medie el la sociedad debe ser

conservada.»14Pero sin la reinstauración de los ideales

trascendentes eliminados por la selección natural, ¿de

dónde surge la idea de que se debe conservar la socie-

dad?

La ética darwinista no puede apelar a la bondad intrín-

seca de la sociedad –ni tan siquiera de la vida– porque

entonces virtudes como la justicia y la compasión también

serían susceptibles de ser consideradas buenas en ellas

mismas, con independencia de su utilidad. El materialis-

mo filosófico –ese portero huraño de la fiesta de la in-

vestigación científica– debe impedir el paso a todos los

debeque no lleven un esen su tarjeta de presentación.

Al fin y al cabo, nos hemos quedado con una concep-

ción de la moralidad basada no en la razón, sino en el me-

ro hecho de los instintos. Los seres humanos se sacrifi-

can por el bien de la especie, no por algún propósito último,

sino por obediencia a sus naturales pasiones. Si podemos

exagerar tales pasiones en un grupo determinado me-

diante la ficción de unos valores, será mucho mejor para

el resto. Mientras tanto, para aquellos de nosotros que “sa-

bemos” todos los antiguos tabúes acaban por caer. Puesto

que carece de sentido, podremos evitarlo si encontramos

a otros que puedan correr con la tarea. Puesto que es ins-

tintivo, podemos satisfacer el deseo sexual siempre que

no ponga en peligro la especie. Aunque sea útil y prácti-

ca, podremos obviar la vida del individuo, o incluso dese-

charla, siempre que no sirva a los intereses del grupo.

Darwin lo entendió perfectamente. Apesar de que no

era inmune al espíritu utópico de su época, también vio

que su teoría, de hecho, no dejaba espacio para ningún

tipo de moralidad. Solo podía describir las conductas ge-

neradas por los instintos o los deseos súbitos. En El ori-

gen del hombreescribió: «La imperiosa palabra deberpa-

rece que meramente implica la conciencia de la existencia

de una regla de conducta, sea cual fuere el origen de don-

de se derive».15Con antelación, en El origen de las es-

pecies, había elogiado a la reina de las abejas por su «odio

instintivo salvaje» hacia sus descendientes fértiles.16Ahora

admitía de forma implícita que no existía ninguna diferencia

esencial entre la moral de las abejas y la moral de los se-

res humanos:

«Así, para usar un ejemplo extremo, si se reprodujeran

los hombres precisamente en las mismas condiciones que

las abejas, no cabe la menor duda que las abejas trabaja-

doras, las hembras no casadas, tendrían por deber sagra-

do matar a sus hermanos, y que las madres procurarían des-

truir a sus hijas fecundas, sin que nadie pensase en

intervenir.»17

Al fin y al cabo, las interferencias no harían otra cosa

que dificultar la felicidad total de la colmena.

Así, los evolucionistas, al igual que el Gran Inquisidor

de Dostoyevski, han tomado sobre sí el pesado yugo de

la verdad por mor de la mayor felicidad. Sabedor de que

los hechos de la selección natural podrían llegar a ero-

sionar cualquier base para la moral, el preeminente filó-

sofo evolucionista Daniel Dennett sugiere que podríamos

llegar a tener que abandonar el ideal de la “sociedad trans-

parente”, las elites deberían permitirque la comunidad en-

tienda mal qué se dice en realidad.18En uno de sus cua-

dernos de notas, Darwin expresó un punto de vista similar:

«[La selección natural] no causará ningún perjuicio porque

nadie llegará a estar completamenteconvencido de su ve-

racidad, excepto el hombre que haya reflexionado mucho.

Este sabrá que su felicidad reside en hacer el bien y ser per-

fecto; por lo que no caerá en la tentación, ya que sabe que,

haga lo que haga, no es responsable del daño que pueda

causar.»19

Robert Wright, en The Moral Animal, interpreta que bien

pudiera ser que lo que es bueno para un caballero inglés

sea dañino para las masas impresionables. Wright continúa

declarando de manera desconcertante que el nihilismo es

la ética moral dominante en muchos departamentos de filo-

sofía universitarios y que el responsable directo de ello es

Darwin.20Todas las implicaciones filosóficas de la evolución,

afirma, han sido un secreto guardado por los científicos

durante mucho tiempo. ¿Deberemos estarles agradecidos

por haber guardado silencio por mor de la mayoría? La fe-

licidad total, parece ser, requiere el subterfugio intelectual.

De la razón al nihilismo

¿Qué sucede con los que deciden no participar de la fe-

licidad? Aunque Darwin mismo creía que el utilitarismo era

la consecuencia lógica de la selección natural, Mill es

tan solo un santo patrón más en el panteón de la filoso-

fía evolucionista. Podemos encontrar otra poderosa visión

de la moralidad sobre los conceptos evolucionistas en los

escritos de Friedrich Nietzsche.

En su obra capital, Más allá del bien y del mal, Nietzsche

declaró que el problema de todas las explicaciones pre-

vias de la moralidad residía en que consideraban la mo-

ralidad misma como un hecho establecido. Aún, lo que

la sociedad percibía como malo originalmente era reco-

nocido como bueno. Lo que la ética tradicional –corrom-

pida por las enseñanzas judeocristianas– condenaba co-

mo un vicio eran simples atavismos intemporales de ideales

antiguos. En el período premoral (que la mente de

Nietzsche asociaba vagamente a la Grecia presocrática)

el valor de una acción no venía determinado por los mo-

tivos del actor, sino por sus consecuencias. El uso de la

fuerza, el engaño y la brutalidad no está cargado con nin-

gún estigma, sino que es una mera expresión de la vita-

lidad humana. De este modo, la «voluntad fuerte» se va-

lió del dominio de la «voluntad débil» para su propia con-

servación, mientras que todas las energías efectivas eran

«voluntad de poderío».

El período moral marcó una inversión del estado de co-

sas ya que las acciones pasaron a ser juzgadas por los

motivos subyacentes más que por sus resultados.

Nietzsche atribuye este reajuste de la psicología humana

a la religión, en particular al cristianismo. Escribiría: «“Dios

en la cruz”. Nunca ni en ningún lugar había existido has-

ta ese momento una audacia igual en dar la vuelta a las

cosas, nunca ni en ningún lugar se había dado algo tan

terrible, interrogativo y problemático como esa fórmula,

ella prometía una reevaluación de todos los valores anti-

guos».21

Ante todo, el cristianismo afirma que todos los indivi-

duos son iguales y se pone del lado de los sufrientes.

Nietzsche pensaba que esta noción –a la que dio el nom-

bre de «moral de esclavos»– era espantosamente insul-

sa. Escribió: «Hay en el ser humano, como en toda otra

especie animal, un excedente de tarados, enfermos, de-

generados, decrépitos, dolientes por necesidad». Al tomar

partido por los débiles, el cristianismo causó el «empeo-

ramiento de la raza europea […] hasta que acabó for-

mándose una especie empequeñecida, casi ridícula, un

animal de rebaño, un ser dócil, enfermizo y mediocre».22

En oposición a la moral de esclavos del cristianismo,

que él consideraba emasculada, Nietzsche proponía una

ética del «espíritu libre» en la que la elite noble empren-

día un camino de concreción de sus propios proyectos de

creación de valores y autocontrol. El modelo nietzschea-

no requería la «dureza del martillo»23y el rechazo de la

piedad por los otros, por considerarla mórbida y contraria

a la virilidad:

«Nosotros opinamos que dureza, violencia, esclavitud, pe-

ligro en la calle y en los corazones, ocultación, estoicismo,

arte de tentador y diablerías de toda especie, que todo lo mal-

vado, terrible, tiránico, todo lo que de animal rapaz y de ser-

piente hay en el hombre sirve a la elevación de la especie

“hombre” tanto como su contrario».24

Los apologetas de Nietzsche sugieren que su filosofía

ha sido objeto de malentendidos y distorsiones. Sin du-

da alguna. Aun así, los defensores de Nietzsche pasan

por alto demasiadas cosas: afirmar que sus ideas no fue-

ron perjudiciales es una traición a la realidad histórica.25

Sugerir que la ética de Nietzsche no se apoya en Darwin

es igualmente capcioso. Nietzsche pudo haber leído a

Darwin y únicamente se mostró condescendiente con el

ingenuo darwinismo social que dominaba en su época. El

hecho de que la selección natural permitiera que los dé-

biles, cuando se unen en rebaño y actúan colectivamen-

te, sean capaces de vencer al más poderoso le causaba

rechazo. Además, se sentía contrariado por las críticas ve-

ladas de una teoría que consideraba que era una ame-

naza para su propio proyecto de crear una nueva “cien-

cia” del espíritu libre. Nietzsche plasmó de manera implícita

estas significativas diferencias de visión en su diatriba “an-

tidarwinista” Der Wille zur Macht(La voluntad de poder).26

Además, el filósofo Hans Jonas destaca que la cone-

xión del nihilismo de Nietzsche con el impacto del darwi-

nismo es demostrable. «La voluntad de poder parecía la

única alternativa que quedaba si la esencia original del

hombre se evaporaba en la transitoriedad y el capricho

del proceso evolutivo.»27Era, precisamente, la incapaci-

dad de los optimistas caballeros británicos como Spencer

y Huxley, para ver que Nietzsche se burlaba de la vieja

moral que había muerto realmente y había desaparecido,

no de la noción de moral de Darwin que surgía de las múl-

tiples oportunidades y la lucha por la escasez de medios.

Nietzsche protestaba por las «ideas modernas y plebe-

yas» e insistía en que la voluntad de poder no se podía

explicar en términos materiales.28Por otra parte, su ge-

nealogía de la moral se sustentaba sobre dos ideas, am-

bas validadas científicamente por la teoría de la selección

natural. En primer lugar, toda existencia debe ser enten-

dida en términos de una lucha constante; en segundo lu-

gar, el mundo natural no tiene significado inherente algu-

no. Dennett escribe: «Si Nietzsche es el padre del

existencialismo, quizá Darwin merezca el título de abue-

lo».29Sin la visión del mundo de Darwin, Nietzsche ape-

nas habría gozado de crédito intelectual.

Dennett sigue declarando que la selección natural es el

«ácido universal». Corroe radicalmente y acaba por des-

truir cualquier concepto o creencia tradicional que en-

cuentra a su paso, ya sea que verse sobre cosmología,

psicología, cultura humana, religión, política o ética. La se-

lección natural nos pone, de hecho, «más allá del bien y

del mal», o así insisten muchos de los intérpretes y de-

fensores de Darwin más ampliamente leídos.

El Dios de Gould

Al final, es posible que descubramos que somos capaces

de ordenar nuestra vida a pesar –y no a causa– de lo que

creemos que es cierto: que la moral es el mayor engaño

de la naturaleza. Los evolucionistas son padres amorosos

y ciudadanos de orden. El mismo Darwin fue una de las

figuras más decentes y humanas de su época. Pero que-

da por ver si las reservas morales del instinto humano son

más fuertes que el nuevo relativismo de valores. Una vi-

sión pesimista es que la cultura occidental, impregnada

de indiferencia filosófica y científica por el bien y el mal,

está consumiendo rápidamente su herencia de valores, el

capital espiritual de su herencia judeocristiana.

Resulta irónico que esta última premonición ya no sea

meramente material de trabajo para los teólogos. El obje-

tivo declarado de los sociobiólogos es demostrar que todos

nuestros ideales más elevados están basados en impulsos

puramente pragmáticos destinados a la autoconservación

genética. Aun así, algunos científicos son incapaces o no

están dispuestos a rectificar y admitir que la vieja moral es

cierta. El paleontólogo Stephen Jay Gould es uno de ellos.

Consciente de la imposibilidad de derivar valores a partir de

hechos, ha intentado articular una nueva relación entre la

ciencia darwinista y las creencias religiosas. Pregunta si

acaso no hay manera de que la selección natural y la reli-

gión se puedan definir en términos mutuamente respetuo-

sos y beneficiosos.

Gould propone lo que viene en llamar el “principio de

magisterios no solapables” o NOMA[del inglés Non-

Overlapping Magisteria (N. del T.)]. Según este principio,

Tampoco es una solución limitarse a poner un mojón en

la frontera que separa las ciencias biológicas y sociales

–al estilo de “está usted entrando en terreno prohibido”–

como Gould y otros acostumbran a hacer. Darwin, así lo

hemos visto, fue el primero en extender la lógica de su

teoría a cuestiones relacionadas con la religión y la mo-

ral. No negamos que se hubiera mostrado más reticente

que muchos de los evolucionistas contemporáneos suyos;

aunque la necesidad y las consecuencias filosóficas no

fueron menores. Según declara Mary Midgley, «la teoría

de la evolución no es un fragmento inerte de la ciencia te-

órica; también es, y esto de manera inevitable, una po-

derosa leyenda sobre los orígenes humanos.» De aquí se

deduce que los científicos que «reclaman un cordón sa-

nitario» que mantenga separados los hechos de los valo-

res, los asuntos científicos de los humanos, estén recla-

mando algo que es «imposible tanto desde el punto de

vista psicológico como lógico.»31

Aun así, la apertura de Gould a la religión no es una me-

ra disimulación. La lobotomía evolucionista del alma es la

muerte de la bondad. Es más, el traicionero beso del ma-

terialismo anuncia la muerte de la razón. Si en nada hay

un valor, el pensamiento carece de valor. Según Darwin,

observa Jonas, tanto la comprensión clásica del hombre

como homo animal rationaley la visión bíblica de la hu-

manidad como una creación a la imagen de Dios están

bloqueadas. Así pues, la razón queda limitada a ser uno

más entre los medios destinados a la supervivencia del

individuo:

«Como una mera habilidad formal, una extensión del in-

genio animal, no establece directrices, sino que las sigue, y

no es un modelo en sí misma, sino que es medida con mo-

delos externos a su jurisdicción. Si existe una “vida de la

razón” para el hombre (distinta del mero uso de la razón), so-

lo se puede escoger la no-racionalidad, puesto que todos los

fines se escogen no-racionalmente (caso de ser posible su

elección). Por lo tanto, la razón carece de jurisdicción aun

sobre su propia elección como algo más que un medio. Pero

el uso de la razón como un medio es compatible con cual-

quier fin, independientemente de su irracionalidad. Esta es

la implicación nihilista de la pérdida del “ser” del hombre que

trasciende el flujo de progreso.»32

Ningún científico puede tolerar por mucho tiempo que

se repudie la mente de este modo., por lo que, de algu-

na manera, los antiguos valores deben regresar subrepti-

ciamente valiéndose de una puerta falsa. Gould se de-

canta por la puerta falsa de los sentimientos personales y

escribe sobre la riqueza del Réquiemde Berlioz y la bon-

dad del béisbol. El emotivo poder de la música y el juego,

sugiere, nos basta para sostenernos en nuestro deambu-

lar por el desierto factual. Para que no insistamos en la

necesidad de una lógica más rigurosa nos desorienta con

el uso de una jerga difícil de entender («La ciencia y la re-

ligión se interdigitan según modelos de compleja digita-

ción en todos los grados fractales de autosimilitud»).33

Wright, sin embargo, intenta reclamar la moral tradicional

mediante su parecido con la razón, diciendo que Cristo y

Buda fueron los mayores gurús de la autoayuda. Pero esta

búsqueda de la antigua sabiduría es fútil. Los evolucionis-

tas han cortado de raíz la rama de la que se habían colga-

do. Lewis predijo las contorsiones que la educación debería

llegar a hacer para acomodarse al molde materialista.

«Con una especie de horrenda estupidez, eliminamos el

órgano y exigimos su función. Formamos hombres sin alien-

to y esperamos que sean virtuosos y emprendedores; nos

burlamos del honor y nos sorprende que en nuestro medio

haya traidores; castramos al semental y luego le exigimos

descendencia.»34

Vieja y nueva ortodoxia

¿Qué diremos de las pruebas? Muchos insisten que aquí

está el meollo de la cuestión. Quizá nos disgusten las im-

plicaciones filosóficas de la selección natural, pero, con

todo, debemos responder por los datos factuales de ma-

nera intelectualmente honrada. Así las cosas, ¿qué al-

ternativas nos quedan? Para muchos científicos y educa-

dores no hay otra. La honradez intelectual fuerza la

aprobación de la evolución según las directrices de Darwin

puesto que las explicaciones materialistas son, por defi-

nición, las únicas racionales. Se nos dice que la selección

natural quedó validada por individuos que perseguían me-

tódicamente una vía empírica irrefutable. Por lo tanto, la

veracidad del darwinismo es evidente en sí misma para

cualquiera que haya peregrinado al museo adecuado pa-

ra contemplar los huesos sagrados.

Por desgracia, este relato del éxito de Darwin, por más

que se crea sinceramente o se haya esparcido amplia-

mente, se basa en una idea capciosa, en concreto, que el

materialismo es un sistema de valores neutros para la

interpretación de los datos factuales. El examen de los

desafíos científicos que se presentan a la selección natu-

ral escapa al ámbito de este artículo (y a las capacidades

del autor). Aun así, no es preciso ser un experto para de-

tectar cierta palidez enfermiza, un resplandor extraño e in-

sano, en declaraciones como la que el biólogo de Harvard

Richard Lewontin expresa sobre la relación que existe en-

tre las pruebas empíricas y la teoría de Darwin: «Nuestra

disposición a aceptar las afirmaciones científicas que son

contrarias al sentido común es la clave para entender la

lucha real entre la ciencia y lo sobrenatural». Y continúa:

«Tomamos partido por la ciencia a pesarde la absurdidad

patente de algunas de sus deducciones, a pesar de su fra-

caso en el cumplimiento de muchas de sus extravagantes

promesas de salud y vida, a pesar deque la comunidad cien-

tífica tolere historias infundadas, porque tenemos un com-

promiso previo con el materialismo. No es que los métodos

y las instituciones de la ciencia nos fuercen de algún modo

a aceptar una explicación material del mundo de los fenó-

menos, sino que, al contrario, nuestra adscripción previa a

las causas materiales nos empuja a crear un aparato de in-

vestigación y un conjunto de conceptos que generen expli-

caciones materiales, por más que sean contrarias a la intui-

ción, por más que desorienten a los no iniciados. Además, el

materialismo es absoluto porque no podemos permitir que

Dios cruce la puerta.»35

La inferencia no puede ser más clara. Cuando los evo-

lucionistas nos dicen que aceptemos alguna «historia in-

fundada», a pesar detodas las razones que la contradi-

cen, las pruebas y el sentido común, es claro que ya no

están interesados principalmente en descubrir la verdad.

Su mayor objetivo es inculcar a los «no iniciados» el arca-

no de una ortodoxia religiosa muy específica.36La palabra

que define tal práctica religiosa es ‘fundamentalismo’.

Tomemos, pues, las pruebas empíricas reales en su jus-

to valor. Los homínidos de aspecto humanoide, con un ce-

rebro de escaso volumen existieron, en apariencia, durante

tres millones de años. Entonces, ¿cómo se relaciona es-

te hecho con el mecanismo de la selección natural de

Darwin, el único que actualmente se admite en el discur-

so científico? ¿Cuáles son las dimensiones éticas de la teo-

ría de Darwin según se relaciona con el desarrollo huma-

no? ¿Cómo debemos entender la persistente conexión

entre el darwinismo y el nihilismo en el campo de la filo-

sofía? ¿Cuáles son las implicaciones sociales y políticas

de ver el mundo a través de los ojos de Darwin, a través

de la lente del materialismo filosófico? Las representacio-

nes de los libros de texto del “hecho” de la selección na-

tural han sido menos que las predicciones de que tal pro-

blema exista. El punto crucial del dilema es, según parece,

que o los evolucionistas niegan el hecho de la moral o aban-

donan el materialismo como el paradigma que explica la

naturaleza y los orígenes de la humanidad y muchas otras

cuestiones colaterales. Muchos no están dispuestos a to-

mar una decisión tan valiente y, en su lugar, se limitan a no

afrontar los problemas. Con todo, los problemas, como la

abundancia de fósiles en la columna geológica, subsisten.

Permítaseme una última palabra sobre el Génesis y el

pensamiento mitológico. Alo largo de este artículo he ar-

gumentado que la teoría darwinista es un callejón sin sali-

da altamente corrosivo, pero no he dicho casi nada al res-

pecto de cualquier otra vía alternativa o sobre mis propias

creencias sobre los orígenes humanos. De hecho, puede

haber numerosas respuestas alternativas dignas de ser ex-

ploradas, desde la teoría de la ley natural cristiana hasta

la metafísica aristotélica. Estoy abierto a cualquier visión

que se pueda extraer de todas ellas. Tampoco dudo que el

mismo darwinismo puede enseñarnos alguna verdad; la

selección podría explicar perfectamente la mayoría de la

diversidad biológica. Un no-materialista, indicó G. K.

Chesterton, puede admitir sin problemas una gran canti-

dad de desarrollo natural de acuerdo con las leyes físicas

en su visión del mundo –solo el materialista puritano es in-

capaz de permitir que una mota de sobrenaturalidad man-

che su máquina impoluta–.

Sin embargo, mi propia herencia y mis estudios me han

conducido a una posición que, probablemente, se pueda

describir como “creacionista”. Uso la palabra con delibe-

ración, aun a pesar de su desprestigiado pedigrí, no por-

que yo suscriba el literalismo encorsetado en la lectura de

la Biblia, sino porque no puedo encontrar progreso algu-

no en la dicotomía hechos-sentido presentada por Gould

y adoptada por los llamados teólogos del “proceso” tales

como Reinhold Niebuhr (de cuya teología Stanley

Hauerwas, con un efecto agradable pero devastador en

sus últimas consecuencias, remonta los orígenes a Darwin

pasando por William James).37O la historia de la creación

bíblica, en contraste con otros mitos de la creación, des-

cribe los contornos de un acontecimiento real o es una

metáfora falsa, pura palabrería vacía. La historia, lo que

ha sucedido en el continuo espacio-tiempo, tiene su im-

portancia. Ytiene importancia no por nuestros pensa-

mientos, sino por nuestros sentimientos, nuestras rela-

ciones, nuestros valores y nuestras acciones.

La posición que defiendo está próxima, creo, a la de J.

R. R. Tolkien, un escritor que entendió a la perfección el

mito y la metáfora, y desaprobó el dogma del cientifismo

como una Verdad descalificada. En una carta a su hijo

Christopher escribió:

«Creo que la mayoría de los cristianos, excepto los más ino-

centes y faltos de educación o aquellos que han sido objeto

de algún otro tipo de protección, se han visto mareados hace

ya algunas generaciones por los que se erigen a sí mismos

como científicos y han arrojado al Génesis dentro del desván

de su cerebro como si se tratara de un mueble anticuado,

cuya presencia en la casa resulta un tanto vergonzante cuan-

do acuden visitas jóvenes e inteligentes. Me refiero incluso a

aquellos que ni siquiera venden nada de segunda mano o lo

queman tan pronto como el gusto empieza a burlarse de ellos.

[…] Por consiguiente, como tú dices, han olvidado (y me cuen-

to entre ellos) la belleza del asunto aun “como una historia”.»38

Tolkien concluye que quizá la edad de la tierra y el pre-

ciso orden y la naturaleza de la creación no queden cla-

ros en los dos relatos de la creación del Génesis, pero el

huerto del Edén y nuestro exilio solo tienen sentido en la

medida en que los aceptemos como hechos históricos.

1

Ver HEILBRONER R. The Worldly Philosopher: The Lives and Ideas

of the Great Economic Thinkers. 7ª ed. New York: Touchstone Books,

1999, pp. 75-105.

2

DARWIN, C. El origen de las especies. A. Zulueta (trad.). Madrid: Alianza,

2003, pp. 122-123.

< http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/135596202120264952222… > [Consulta: 15 enero 2007]

3

DARWIN, C. El origen del hombre. Madrid: Edaf, 1989, 5ª edición ju-

nio 2001, p. 102.

4

Ibíd., p. 108. La cursiva es nuestra.

5

Ver BURROW, J. W. «Prólogo» de DARWIN, C. The Origin of Species.

6

MILL, J. S. On Liberty and Utilitarianism. New York: Bantam, 1993, pp.

144, 150. (El utilitarismo. [En línea]. < http://www.antorcha.net/biblioteca_virtual/filosofia/utilitarismo/indice… > [Consulta: 15 enero 2007].}

7

Ibíd.

8

WRIGHT, R. The Moral Animal. New York: Vintage (1994), p. 88.

9

DARWIN, C. El origen del hombre, p. 122.

10

MILL, J. S. Utilitarianism, pp. 153-154.

11

DARWIN, C. El origen del hombre, p. 124.

12

Ibíd., pp. 126-127.

13

LEWIS, C. S. The Abolition of Man. New York: Macmillan, 1955, p. 41.

Soy consciente de que Lewis no es un literalista bíblico. Aun así, sus

contundentes declaraciones al respecto de la idea de la evolución or-

gánica no debilitan su crítica a lo que varios han llamado “la ortodo-

xia darwinista”, “la visión científica” o “el naturalismo moderno”. En

su ensayo titulado «Is Theology Poetry?» escribió: «Estoy convencido

de que al cambiar el punto de vista científico por el teológico he pa-

sado del sueño a la vigilia. La teología cristiana puede ser adecuada

para la ciencia, el arte, la moral y las religiones subcristianas. El pun-

to de vista científico no puede adecuarse a ninguno de ellos, ni siquiera

a la ciencia misma». Ver LEWIS, C. S. «Is Theology Poetry?». En: They

Asked for a Paper. London: Geoffrey Bles, 1962, p. 211.

14

LEWIS, C. S. The Abolition of Man, p. 41. Énfasis en el original.

15

DARWIN, C. El origen del hombre, p. 118. Énfasis en el original.

16

DARWIN, C. El origen de las especies, p. 279.

17

DARWIN, C. El origen del hombre, p. 102.

18

DENNET, D. C. Darwin’s Dangerous Idea: Evolution and the Meanings

of Life. New York: Simon and Schuster, 1995, p. 509.

19

DARWIN, C., citado en WRIGHT, R. The Moral Animal, p. 350.

20

Ibíd., p. 328. Debemos notar que el propósito de Wright no es criticar,

sino defender la visión de Darwin y rescatar la sociobilogía de su exi-

lio en los páramos del discurso académico siguiendo las catástrofes

gemelas de eugenesias raciales americana y nazi.

21

NIETZSCHE, F. Más allá del bien y del mal. Madrid: Alianza, 1972, p. 73.

22

Ibíd., pp. 88-90.

23

NIETZSCHE, F. The Portable Nietzsche. Walter Kaufmann, W. (trad.).

New York: Viking, 1954, p. 563.

24

NIETZSCHE, F. Más allá del bien y del mal, p. 69.

25

Ver, p. ej., GLOVER, J. Humanity: AMoral History of the Twentieth

Century. New Haven (Connecticut): Yale University, 1999, pp. 11-44.

26

MOORE, J. «Nietzsche’s Anti-Darwin», un estudio presentado en la

11ª Asamblea Anual de la Friedrich Nietzsche Society, Emmanuel

College, el 8 de septiembre de 2001. (Disponible en: < http://www.mith.demon.co.uk/darniet.htm >).

27

JONAS, H. The Phenomenon of Life. Evanston (Illinois): Northwestern

University, 1966, p. 47.

28

NIETZSCHE, F. Der Wille zur Macht, citado en MOORE, J. «Nietzsche’s

Anti-Darwin».

29

DENNET, D. C. Darwin’s Dangerous Idea, p. 62.

30

GOULD, S. J. Rocks of Ages: Science and Religion in the Fullness of

Life. New York: Ballantine, 1999, pp. 4, 6, 9-10.

31

MIDGLEY, M. Evolution as Religion: Strange Hopes and Stranger Fears.

London: Routledge, 1992, p. 1, 15-21. No cabe duda de que, en algún

sentido, es posible hablar de algunas materias científicas y religiosas

en las que los respectivos campos de actuación se mantienen en el

ámbito de «esferas no solapadas». Aun así, la postura de Midgley es

consistente. Solo podemos valorar las cosas en el marco de un con-

texto factual que haga posible la inteligibilidad de nuestra valoración,

mientras que solo es posible entender y ordenar los hechos físicos en

un marco de valores y creencias. Por tanto, ni los hechos ni los valo-

res pueden ser concebidos como separados radicalmente. Además, la

teoría de la evolución según la selección natural, en sí misma, no es

un amasijo desordenado de hechos. Es una conjetura histórica me-

diante la cual los datos factuales se conectan, se ordenan y se valo-

ran. En otras palabras, es una visión del mundo generada desde el la-

do de la ecuación en que se encuentran “los valores y el sentido”. El

NOMAde Gould dice que todos nuestros problemas desaparecerán

cuando aprendamos a considerar más de una visión del mundo a la

vez. Por desgracia, este remedio no es más que un pobre placebo

cuando la cuestión se centra en el conflicto entre las visiones mate-

rialistas y no materialistas.

32

JONAS, H. The Phenomenon of Life, p. 47.

33

GOULD, S. J. Rocks of Ages, p. 65.

34

LEWIS, C. S. The Abolition of Man, p. 35.

35

LEWONTIN, R., citado en BUDZISZEWSKI, J. The Revenge of

Conscience. Dallas: Spence, 1999, p. 6.

36

En MIDGLEY, M. Evolution as Religion…, p. 33, leemos el comentario

no poco vivaz: «La evolución es el mito de la creación de nuestra épo-

ca».

37

HAUERWAS, S. With the Grain of the Universe: The Church’s Witness

and Natural Theology: Being the Gifford Lectures Delivered at the

University of St. Andrews in 2001. Grand Rapids (Michigan): Brazos,

2001, pp. 49, 61, 77-78.

38

TOLKIEN, J. R. R. The Letters of J. R. R. Tolkien. Boston: Houghton

Mifflin, 1981, p. 109.

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